La lucha interna del escritor

Río Somme (Norte de Francia). Primera Guerra Mundial, 1916

 

En el río Somme ha lugar la batalla más sangrienta de la Gran Guerra. Las fuerzas enemigas ocupan desde la costa del Mar del Norte hasta Suiza. Un enorme frente de ataque de unos cuarenta kilómetros. Un infierno.

El oficial de señales del 11º Batallón de Fusileros de Lancashire avanza sujetándose su casco de metal por la trinchera.

—El barro es de las cosas que peor llevo. Eso y las malditas moscas —dice Ronald Tolkien a un compañero.

Pero no es eso lo que peor lleva. Lo que peor lleva es la muerte. Solo en el primer día de aquella batalla del Somme, habían muerto casi 20.000 soldados británicos. Una batalla que había comenzado en julio y que se prolongaría durante meses. Seguramente, para acabar más o menos como había empezado. Sin vencedores ni vencidos. Pero con 300.000 muertos más.

—Esta batalla es absurda —apunta Sydney Ovenden, el soldado del grupo de señales que Tolkien lidera.

La explosión cercana de una bomba enemiga, rompe la conversación y produce una lluvia de barro sobre los soldados atrincherados.

—¿Hasta dónde tenemos que llegar? —grita Ovenden agarrándose el casco con ambas manos.

Tolkien se sacude el barro de encima y se mesa su poblado bigote. Solo sabe que tienen que seguir por aquel laberinto descomunal de trincheras y, en un momento dado, cuando reciba la orden, comunicarse con el puesto de comandancia de la brigada. Lo cual no será muy sencillo viendo cómo están la mayoría de teléfonos de campo. Ya ha tenido que echar mano de palomas mensajeras en alguna ocasión y lo volverá a hacer si resulta necesario.

No deja de ser oportuno que justo sea él quien esté al cargo de los mensajes y señales, siendo como es, un enamorado de la simbología y los lenguajes.

—Solo un poco más, Ovenden —miente el oficial, compasivo.

Continúan corriendo agachados. Dejan atrás a compañeros agazapados, descansando o disparando. Los tiroteos se habían convertido en su música de fondo, casi hasta soportable, o al menos preferible a la de las bombas.

Ronald Tolkien solo piensa en sobrevivir. Ha perdido ya a varios amigos de Oxford. Pero él se aferra a la idea de volver a estrechar a Edith entre sus brazos.

Ella es su amor de juventud, a la que había estado varios años sin ver porque prometió a su tutor y ángel de la guarda, el padre Francis, que no se dejaría llevar por su corazón, hasta que fuera mayor de edad y lo admitieran en Oxford. Ya cursando su segundo año allí, en la medianoche que iniciaba el día de su vigésimo primer cumpleaños y por tanto de su mayoría de edad, se levantó de la cama y escribió a Edith Bratt declarándole su amor eterno.

Poco importó que ella le contestara que ya estaba comprometida. Fue a buscarla y convenció a Edith de deshacer su compromiso y casarse con él. Y ahora, pocos meses después de la boda, él había tenido que dejarla en Inglaterra para adentrarse en el infierno de la guerra en el frente francés. Por eso solo tenía clara una cosa. Que sobreviviría.

—¿Solo un poco más? —replica Ovenden—. Eso mismo dijiste hace varias bombas…

Tolkien sonríe. Incluso allí se puede sonreír.

—¿Nos traen de vacaciones al río y te quejas, soldado?

—Un río precioso…

—Es horrible, ya lo sé. ¿Sabías que el nombre de este río Somme tiene un origen celta? —apunta de pronto.

—¿Y qué demonios significa?

—Significa “tranquilidad”. El río de la tranquilidad.

—No me jodas —se queja Ovenden sonriendo. Incluso allí se puede sonreír.

De pronto, una explosión mucho mayor que la anterior los hace caer violentamente al suelo. La bomba ha caído en la propia trinchera, a no muchos metros de donde se encuentran.

En aquella ocasión la lluvia que provoca la explosión no es solo de barro. Cascotes, maderas de las trincheras… y diminutos restos humanos caen sobre Tolkien y Ovenden, que están hechos un ovillo, indefensos.

El retumbo de la brutal detonación va perdiéndose en el viento y un pitido agudo viene a sustituirlo. Un pitido en los oídos de los soldados aliados, que al menos tapa parcialmente los gritos de ayuda y los gemidos de dolor de sus compañeros peor parados.

Ronald Tolkien está medio enterrado en escombros, barro y sangre. Tiembla. De pronto una mano aparece cerca de él. Una mano tendida para tranquilizarlo. Para levantarlo. La mano bendita de uno de los soldados rasos o “Tommys”, como se los conocía en el ejército, que para Tolkien es como una visión…

 

Años más tarde, la pluma volaría al son de lo allí vivido. En la Tierra Media, Tolkien imaginaría al hobbit Frodo, que desfallecería bajo el peso del Anillo Único. No podría seguir adelante. Tanta responsabilidad para él, el menor de los seres de la Tierra Media.

Vuelto el rostro al suelo, unas lágrimas asomarían en sus ojos y se diría a sí mismo que era mejor abandonarse. Desaparecer. Al fin y al cabo, la alternativa sería la muerte.

Pero de pronto, una mano. Una mano en su hombro. Una mano que lo invitaría a levantarse. La mano de Sam Gamyi, el más humilde y más pequeño, pero el mayor héroe de todos. Su amigo fiel que demostraría su arrojo cuando los demás abdicaban.

 

—¿Está bien, señor? —le pregunta el dueño de aquella mano.

—Estoy bien, estoy bien —dice Tolkien levantándose aturdido—. ¿Ovenden?

Un contorno de barro emerge bajo unos escombros de la pared de la trinchera.

—Aquí estoy, señor. Estoy bien, creo.

Tolkien agradece al soldado que los ha encontrado por su ayuda, dándole una palmada en el hombro. Deben proseguir. Pero todo frente a ellos es un cúmulo de tierra removida. Tendrán que rodearlo. Y esquivar las balas mientras lo hacen. Los sanitarios acuden con urgencia hacia el epicentro de la catástrofe, intentando buscar supervivientes que puedan salvar entre aquella maraña de gritos y dolor.

El oficial del 11º Batallón de Fusileros de Lancashire sabe que su cometido es llegar cuanto antes al punto indicado y que los sanitarios harán su labor. Pero su corazón está constreñido. Está cansado. Circunda el lugar de la explosión, inundado de zonas llameantes aún, y ve con dolor cómo del barro mezclado con sangre emergen partes de cuerpos humanos, troncos de personas sin piernas arrastrándose como arañas, y rostros sin vida.

 

Frodo y su amigo Sam, serían guiados por Gollum a través de la Ciénaga de los Muertos, al sureste de Emyn Muil. Allí, Tolkien imaginaría las aguas que bajaban de las colinas y que alimentaban las tierras pantanosas del río Anduin. Aquellas tierras habrían sido escenarios de batallas legendarias. Y habrían sido la tumba final de miles de guerreros que participaron en la Guerra de la Última Alianza entre Elfos y Hombres.

Frodo y su creador, Tolkien, mirarían hacia las ciénagas. Desde allí cientos de rostros de guerreros muertos los mirarían desde las profundidades. Allí verían la muerte y el dolor reflejado en aquellos ojos abiertos para siempre que los miraban desde el infierno sin mirarlos realmente.

El Mal. El Mal reía ante todo aquello…

 

El joven oficial Tolkien rodea a duras penas aquel escenario sin poder apartar la mirada, que desea por todos los medios apartar. Aun así, empuja a su compañero para poder alejarse de allí cuanto antes y volver a la protección de la trinchera. Tiene que sobrevivir. Y debe conseguir que sobreviva toda la gente posible.

—¡Vamos, Ovenden! ¡Corramos hasta allí y estaremos a salvo! —indica a Sidney.

La delgada figura del oficial sortea una alambrada y se desliza por la pequeña pendiente hasta el interior de la trinchera. De vuelta al barro y a las moscas, pero de vuelta a la protección.

Mira hacia atrás para hablar con su compañero e infundirle ánimos. Pero no lo ve. Mira hacia ambos lados y al no encontrarlo, decide encaramarse un poco en el borde.

Sidney sigue fuera de la trinchera, a la vista del enemigo. Está intentando levantarse, atorado en una de las alambradas.

—¡Ovenden! ¡Aguanta! Voy por ti…

Pero ya es tarde. Una lluvia de proyectiles enemigos comienza a inundar el aire. Tolkien se agacha instintivamente para salvar su vida. Sus manos se aferran al lodo con rabia, consciente de lo que habrá ocurrido allende aquel parapeto. Cuando la ráfaga germana cesa, levanta con hastío su mirada por encima de la trinchera. Ve allí a su amigo muerto.

Tolkien nota que sus ojos se humedecen. Pierde su mirada a lo lejos. No es ya capaz de ver nada, y aun así, es capaz de ver más profundamente que nadie. Su legendarium habían comenzado a nacer dentro de él y ya cobraban vida en sus escritos en Oxford. La exacerbación de su mitología se originaría en el oscuro contexto de aquella guerra.

Ve a los soldados germanos a no más de trescientos metros celebrando sus recientes ataques con la artillería pesada primero, y después con el fuego a discreción que ha acabado con la vida de Ovenden.

En su imaginación única, deja de ver soldados enemigos. Mira con los ojos de su ilusión, y comienza a vislumbrar sus almas. Los soldados que antes veía, ahora le parecen guerreros deformados y sin esperanza. Así serían los personajes malvados que después inundarían sus manuscritos. Esos horribles guerreros no solo están presentes entre las filas enemigas… sino también entre los aliados.

Porque el Mal no entiende de bandos pero entiende de guerras. Y está a ambos lados de la misma.

Y de pronto a lo lejos, esa visión privilegiada del escritor halla un Mal aún peor que los que hasta ahora había visto jamás. Un mal brutal e incipiente. Un soldado que no viste para la batalla. Pero, aún en la distancia, la expresión de aquel joven podía adivinarse de entre odio e indiferencia. El mal que halla en aquel hombre le impacta profundamente a Tolkien, que abre los ojos desorbitadamente y como invadido por una nueva sensación de peligro, se deja caer en la trinchera. Y llora al vislumbrar el mal que se cierne sobre el mundo.

Tolkien no puede saberlo pero acababa de ver al cabo Adolf Hitler.