La amistad de dos gigantes

Era 11 de mayo de 1926. Aquel día, en la ciudad universitaria de Oxford, John Ronald Reuel Tolkien paseaba su enjuta figura por la calle adoquinada, entrando en el College de Merton. Tolkien llevaba poco tiempo con su cátedra Rawlinson and Borsworth de anglosajón.

Habían organizado un té -cómo no- para los integrantes del Oxford English School aquella tarde.

A esa misma hora, un Clive Staples Lewis de 28 años, con su chaqueta de tweed y pantalones franela, caminaba con decisión hacia la misma reunión. Era un irlandés brillante. Una de las personas que más libros había leído en el mundo. Llevaba poco tiempo en Oxford y menos aún en el Magdalen. Quería dar buena impresión…

Ninguno de los dos sabía que aquel sería uno de los días más importantes de sus vidas. El día en que ambos se conocieron. El día en que se forjó una amistad eterna.

El encuentro fue abrupto. Lejos estaban de pensar que habían encontrado a su complemento perfecto. Lewis, de hecho, apuntó en su diario que había conocido por fin a aquel profesor de quien tanto se hablaba, “un tipo bajito, suave, y pálido”. Y le dolió además que Tolkien desmereciese en uno de sus comentarios a la Literatura, que tanto amaba Lewis: le achacaba estar injustamente destinada solo para adultos. Después averiguarían ambos qué había detrás de ese pensamiento.

Más tarde Lewis llegó a escribir que “la amistad con Tolkien marcó el fin de dos viejos prejuicios. En cuanto llegué a este mundo, se me dijo que nunca me fiara de un papista (católico), y en cuanto llegué a la Facultad de Inglés, que nunca me fiara de un filólogo. Tolkien era ambas cosas”.

Pero pronto hallaron lo que tenían en común. Cuando nos imbuimos a conocer las vidas de otros, hemos de hacerlo de un modo abierto, porque si lo hacemos con los anteojos del prejuicio estaremos perdiendo todo lo bueno que cualquiera puede ofrecernos.  

Tolkien era un huérfano hecho a sí mismo, que poco después de lograr conquistar al amor de su vida, Edith, hubo de partir a la batalla más cruenta jamás contada. Más incluso que las que él relataría en sus novelas. La batalla del Somme en la Gran Guerra; no sabían que más tarde, se la denominaría, tristemente como “la Primera”. Lewis, un hombre que también había sido sacudido por la pérdida, hubo de alistarse a los 19 años. Las guerras le inspiraron sus primeros poemas. Cuando otros se inspiraban en paisajes y damiselas, él tuvo que inspirarse en la batalla. Cayó por herida de metralla en Riez du Vinage y tuvo que volver a Inglaterra. Los dos eran aún desconocidos al mundo, pero se atisbaban sus capacidades con las letras.

Esa actitud abierta les hizo pronto descubrir, que ambos compartían amores: por el romance medieval, por las historias celtas, los cuentos de los hermanos Grimm, por los mitos de Islandia (formaron parte de un grupo reducido -los Coalbiters- donde estudiaban literatura islandesa). Y esa actitud abierta, provocó que ahora podamos disfrutar de unos tesoros literarios como los que ambos escribieron, y que no habrían podido crear sin ese recíproco apoyo.

Lewis, era conocido por sus más íntimos como Jack. A Tolkien se lo conocía por solo uno de sus nombres: Ronald. Pero sus más allegados lo apodaban Tollers.

Jack tenía a Tollers. Y Tollers tenía a Jack. Juntos, no solo sumaban sus capacidades. Juntos no solo eran más. Juntos eran mejores. Porque hay veces que 1+1 no suma 2. Hay veces que un componente trascendental como lo es la amistad, se integra invisible pero presente, en la ecuación y de la conjunción sale una multiplicación infinita. Sencillamente, no podrían haber sido quienes fueron el uno sin el otro.

Con sus vidas, demostraron lo que es la amistad: una forma de amar. Una de las más nobles y desinteresadas. El amigo no juzga y no se siente juzgado. Hay pocas sensaciones mejores que esa. El sentirse apoyado de tal manera fue muy importante para ambos. Además, la amistad sincera, corrige. No para quedar por encima. Sino porque quiere lo mejor para el amigo. Porque la amistad reconforta, pero no tiene por qué ser cómoda. Así, el uno para el otro fueron un acicate y una guía para su camino hacia la virtud, hacia la excelencia literaria.

¿Qué supuso Lewis para Tolkien?

El profesor era muy celoso de lo que escribía y lo que creaba. Pero nadie creaba como él. Y eso supo descubrirlo Lewis.

Olney, el editor americano de las obras de Tolkien, dijo: “la imaginación de Tolkien seguía dos vías distintas que no se cruzaron. Por un lado, las historias compuestas para el divertimento de sus hijos. Por otro, los temas más excelsos (…) asociados a sus propias leyendas… Faltaba algo, algo que juntara las dos partes de su imaginación y produjera una historia heroica y mítica a la vez”. ¿Cómo consiguió Tolkien llegar a aunar ambas tendencias y llegar a escribir una de las historias más alabadas de todos los tiempos? Por la confianza que le dio su amigo. Tolkien tenía un mundo interior espectacular, un imaginarium inasequible a nadie más. Pero no se atrevía a compartirlo y hacerlo compatible con la literatura. Y de pronto, un profesor irlandés, presumiblemente una de las personas más inteligentes del mundo, y le dice que lo que escribe es absolutamente genial. Que los cuentos que escribía para sus hijos, tenían que poder transformarse al lenguaje adulto. Y eso era exactamente lo que Tolkien siempre había querido sin saberlo. Lewis lo convenció para dar forma a esos cuentos y convertirlos en el Hobbit. Lewis lo escuchó y leyó, semana a semana, capítulo a capítulo, mientras escribía El Señor de los Anillos -un proceso creativo que se publicó casi 20 años después de El Hobbit, bien es cierto que medió entre ambos una guerra mundial-. En definitiva, sin Lewis, no habría habido Tolkien.

¿Y qué supuso Tolkien para Lewis?

Seguramente, lo supuso todo. Lewis no se apoyó tanto en Tolkien para el desarrollo de su obra. Aunque en aquellas famosas tertulias literarias que formaron normalmente en el pub Eagle & Child (y que han pasado a la Historia como las Inklings), Lewis aprovechó para leer también sus escritos a su amigo. Pero lo más importante, es que Tolkien le hizo entender el mundo. Él siempre había sido un ateo convencido. Un intelectual de talla altísima, que no era capaz de aunar la imaginación con la razón. Él siempre había valorado en mucho el imaginario de todas las leyendas y las moralejas de las parábolas, los mitos y los cuentos. Pero ¿cómo podía casarse eso con la Verdad? En alguien tan racional como él, no tenía sentido. Pero por otro lado, todo aquello que sentía como trascendente, aquella belleza de la Literatura, tenía que revelar una realidad más allá de la que sus meros sentidos le ofrecían.  Reconoció que estaba “muy molesto con Dios por no existir”. Finalmente, en 1929, influenciado por los escritos de Chesterton y las conversaciones con Tolkien, reconoció que algo como Dios no podía sino existir. “Me tienen que imaginar estando solo en Magdalen, noche tras noche, sintiendo, (…) el lento venir de Él a quien yo honestamente había tratado de no conocer. A aquel a quien yo le había temido finalmente me alcanzó. En 1929 me entregué, y admití que Dios era Dios, y me arrodillé y oré. A lo mejor, aquella noche yo era el converso más desanimado e indispuesto de toda Inglaterra.”

Y poco después, en una madrugada de 1931, tras una conversación de varias de horas, (y quizá también tras varias cervezas) Tolkien le convenció de que la verdad que él siempre había buscado en la mitología, se hallaba en los Evangelios: como los relatos más épicos, puros y trascendentes jamás escritos. Así, creyó, casi a su pesar. A pesar de su razón soberbia. Y dijo “entré en el cristianismo pateando y gritando”. Pero vencido y convencido.

La enemistad que no pudo vencer a la amistad

Es cierto que años más tarde, hubo un alejamiento. Más físico que real. Llegó la fama mundial para ambos. Lewis, llegó a ser un locutor reputado, un orador brillante, y escribió obras y ensayos para el recuerdo. Llegó a ser portada de la revista Time, y quizá en aquel momento era más famoso que Tolkien. Después, con el Señor de los Anillos, el inglés rompió todas las barreras de la fama atemporal.

Tolkien empezó a achacar a su amigo su excesiva exposición. Y después, juzgó inicuamente que se casara con una mujer divorciada como Joy Davidman. Sobre todo, se intuye que Tolkien sintió que Lewis ya no le necesitase tanto… Poco después de casarse con Joy, ella murió de cáncer. Y el propio Lewis se puso enfermo.

Pero todo esto no logró romper su amistad. Tolkien se afanó con cariño por conseguir trabajo a su amigo fuera de Oxford. Se preocupó por su salud como nadie. Por su parte, el irlandés, hizo algo que no se supo hasta muchos años más tarde: propuso en 1961 que su amigo Tolkien ganara el Premio Nobel de Literatura (lamentablemente, no prosperó). Tanto creía en él.

Sencillamente, nunca dejaron de quererse. Quizá hasta fuera más auténtica esa amistad, en medio de la prueba, que la de los inicios. Estuvieron hasta el final el uno para el otro. Desde aquel 1926, hasta 1963, cuando murió Lewis. Y ahora, seguro que se pasean por el Más Allá, fumando (uno, cigarrillos; otro, en pipa), tomando cervezas y poniéndonos verdes.

Como decía antes, cuando nos imbuimos a conocer las vidas de otros, hemos de hacerlo sin prejuicios, para aprender. Yo tuve que sumergirme en la biografía de estos dos hombres, para crear mi última novela. Y para crear un personaje que estuviera a la altura de ambos. Estoy agradecido por todo lo que he aprendido de ellos y por haberme llevado a crear una historia de amistad como trasfondo de una novela de aventuras. Como aventura tuvo que ser la de sus vidas. Como una aventura ha de ser la nuestra. Una aventura que ha de recorrerse en buena compañía para que podamos vivirla en la mejor versión de nosotros mismos.